
En el interior de aquella choza (es decir, la ermita que yo venía buscando), al lado de la cual se alzaba un patético intento de campanario, brillaba, dubitativa, la luz de un fuego en el hogar. El aire de la montaña era frío y limpio, y traía un tenue aroma de carne churruscada; me tambaleé hasta la puerta y golpeé con el codo (las manos me dolían demasiado). Me contestó una voz chirriante y miserable.
-¡Lárgate, cabrón! ¡Te dije que vinieras por la mañana!
-Señor ermitaño…
-Joder, ¿quién eres tú?
-¿Podría abrirme, por favor?
Escuché pasos acercarse.
-¿Porqué?
-Pues… por favor. Tengo frío, y hace dos días que no como. He venido a verle.
-Coño, mira qué bien –abrió la mitad superior de la puerta, que era como las de los establos, y me echó un vistazo mientras yo se lo echaba a él. Era un ermitaño de cuento, con su pelambrera gris y su túnica andrajosa de piel de cabra. Conservaba pocos dientes y los conservaba en mal estado. Le hedía el aliento.
-Por favor, ábrame –dije con un hilo de voz -. Estoy desnudo, y el frío de…
-Ya lo veo. Tienes una buena polla.
-¿Qué?
-Como que qué, joder. Que entres –Me abrió la puerta completa y pasé. El inmundo caos interior no merece ser descrito.
-Bueno, mierda, chaval, ¿qué quieres de mí, a parte de que te invite a cenar?
Bebió un trago a morro de una bota de vino y me la pasó, mientras echaba en un plato dos o tres chuletas renegridas.

-Usted es el hombre más sabio del mundo.
-Mierda, ya lo sé.
-Quiero que me enseñe.
-Mira qué listo. Yo no enseño.
-Pero…
-Come y calla.
Obedecí. Entre su mugriento flequillo, los ojos le brillaban como dos diamantes en el fondo de una mina.
-¿Me enseñará?
-Que yo no enseño nada, hostias. Tú quieres mi sabiduría, pero yo no quiero nada de ti. No puedes aportarme nada.
-Podemos aprender de todo y de todos.
-Coño, ¿te vas a poner a filosofar con el hombre más sabio del mundo? Humildad es lo que te falta; humildad y sumisión. Si quieres que sea tu maestro…
-Sí, le obedeceré, lo siento, he sido un arrogante. Pero mire, yo…
-¿Porqué no te tocas la polla un rato?
-¿Qué?
-Vamos, pélatela. Mastúrbate, hazte una buena paja –dijo sobándose el paquete.
-¿Qué?
-¡Que te la casques!
El hombre más sabio del mundo me estaba invitando a un onanismo conjunto, tras semanas de
escalada miserable por barrancos y laderas de los Alpes.
-Yo no pienso…
-Mira, nene, o te empiezas a sacudir la sardina ahora mismo o te doy una patada en el culo y te envío rodando ladera abajo. Ya tendremos tiempo de estudiar luego.
-Usted está muy loco.
-No, coño, estoy muy solo. Eso es lo que pasa. Estoy solo y harto de follarme pastores y ovejas. Todos huelen igual. Venga, muévetela.
-…
-Oh, ya veo, nene, quizá estás cansado por el viaje, jijiji. Quizá necesitas algo de ayuda. De acuerdo, voy a darte una ayudita. Mírame a los ojos, cochino, putita, maricona.
Y el hombre más sabio del mundo se arrodilló entre mis piernas, relamiéndose los labios y riendo por lo bajo.